El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso desprecio y hostilidad en una sociedad que a menudo busca a toda costa el beneficio personal, el éxito exterior, la riqueza o el goce desenfrenado. Sin embargo, no está solo y su corazón conserva una sorprendente paz interior, porque, como dice la espléndida «antífona» inicial del salmo, «el Señor es mi luz y mi salvación (...); es la defensa de mi vida» (Sal 27,1). Continuamente repite: «¿A quién temeré? (...) ¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento tranquilo» (vv. 1-3).
Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). Pero la serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria