Señor, tú eres mi único bien, mi herencia preciosa: ya no me falta nada más. No quiero ir detrás de quien persigue falsos espejismos de los que espera una felicidad inmediata.
Tu amor constituye para mí una garantía absoluta: tú, a quien amo, eres el Dios de la vida. Sé que soy precioso a tus ojos; no has dudado en enviar a tu Hijo, el único Justo y Santo, a compartir mi muerte, para volverme en ti eternamente vivo. En él me indicas el sendero de la vida, me aseguras una alegría sin fin en tu presencia; con él, en él y por él estaré a tu derecha saboreando la dulzura sin fin de ser hijo tuyo.
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