El auténtico pastor no se queda encerrado en su oficina o en su casa, ni recibe a los suyos después de largas antesalas. Sale de sí mismo, trata de mirar con ojos distintos, de descubrir qué anda mal y qué se puede mejorar o cambiar. No espera a ser llamado: acude allí donde alguien lo necesita. Por eso conoce a los suyos: porque vive y comparte su situación, su necesidad, su miseria, su enfermedad, su ignorancia o su debilidad.
Tampoco se siente distinto ni busca motivos de distinción o privilegio; se siente parte del pueblo y miembro activo de la comunidad; acorta las distancias, dialoga con el pueblo con simplicidad y sin aires de doctor. Bien lo dice el Señor: «Yo estoy con ellos y ellos son mi pueblo.»
Por todo esto el rebaño reconoce pronto al auténtico pastor: porque lo ve con él, actuando, trabajando, pensando, tomando iniciativas o escuchando con comprensión. De todo ello surge un nuevo concepto de comunidad cristiana: se trata de un grupo integrado, donde se respeta la personalidad de todos y donde todos trabajan por el mismo objetivo. No es una sociedad anónima ni una multinacional bancaria. Es un grupo que se conoce en ese diario compartir las mismas inquietudes con absoluto desinterés lucrativo.
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