A menudo, la magnitud de un anuncio es transmitido a través de
la importancia del mensajero; y esto fue lo que sucedió en la primera Navidad.
“Había pastores en la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo” Lc 2, 8-10.
Es evidente que ese fue un mensaje que
Dios envió por medio de su ángel. También fue un mensaje de buenas noticias, lo
cual era inusual en un mundo dominado por el Imperio romano. Y aún aquellos de
nosotros que ya hemos reconocido que Jesucristo es nuestro Salvador, nos
sentimos identificados con el gozo de este anuncio; aunque no estábamos ahí,
sentimos lo mismo por el Señor en nuestra época.
“A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” 1 P 1, 8.
La majestuosidad de este suceso de la
noche de la Navidad se eleva mucho más cuando el ángel que hizo este anuncio
fue acompañado por “multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios” Lc 2, 13. Los pastores deben haber estado perplejos
ante la deslumbrante manifestación de la gloria de Dios cuando los ángeles
llenaron todo el cielo nocturno que sus ojos podían ver.
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