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Jesús con la samaritana |
Un hombre se perdió en el desierto. Estaba a punto de perecer de sed, cuando aparecieron algunas mujeres donde él. Él les pidió agua, pero ellas discutían entre sí en qué darle el agua, si en jarra de plata o de oro. Mientras discutían las mujeres, el hombre agonizaba por falta de agua.
En la vida nos ocurre con frecuencia lo mismo. Mientras hay muchas personas que mueren de hambre o de sed, hablamos de cosas que no tienen importancia y lo más trágico es que nosotros mismos desfallecemos sin saberlo.
La vida está amasada de encuentros y desencuentros. El Evangelio está lleno de encuentros de Jesús con distintas personas: Nicodemo, Jairo, Zaqueo, la hemorroísa, el centurión, la mujer cananea, la pecadora, el ciego de Jericó, los pescadores del lago, los doce, los 72 discípulos, los hermanos de Betania, la gente.
También acompaña al grupo de los 72 discípulos para prepararlos para la misión.
Jesús y la Samaritana (Jn 4, 42). Jesús toma la iniciativa y enfrenta a la mujer con su verdad. No la condena y la invita a una adhesión personal a Cristo. Me quiero detener en una reflexión de este encuentro.
La Samaritana es una mujer. Cincuenta años después de Cristo, el historiador judío Flavio Josefo, que vivió en ambiente romano, afirma que, en general, el pensamiento hebreo acerca de la unión matrimonial: “La mujer es inferior al hombre en todo". En las plegarias de los hebreos el hombre daba gracias a Dios por no haber nacido infiel, mujer, esclavo o ignorante. Jesús se relaciona con la mujer con una atención afectuosa y la ennoblece haciéndola, en alguna forma, protagonista de sus enseñanzas de salvación. Habla con la Samaritana (Jn 4, 1-42); cuando los discípulos de regreso de buscar alimentos en la aldea vecina, encuentran a Jesús sentado en el pozo hablando con una mujer de Samaria,"se sorprendieron de que hablara con una mujer”.
San Juan (4,5-42) nos relata el encuentro de la samaritana con el Señor. Llegó una mujer samaritana a sacar agua del pozo de Jacob. Esta mujer se sentía sin horizonte, sola, angustiada, sin saber por qué vivía, sufría, buscaba felicidad y no la encontraba. Acudía cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos. Bebían, pero volvían a tener sed. La sed de la samaritana es búsqueda e insatisfacción. La samaritana andaba sedienta de paz, de felicidad, de vida. Había buscado, pero no había encontrado; había perdido sus raíces, no sabía de dónde venía ni a dónde iba. No se resignaba a seguir bebiendo del agua turbia.
Y allá estaba, Jesús, “cansado del camino, sentado junto al manantial”, esperando a la samaritana, pues siempre es Jesús el que salía al encuentro de los pecadores y sedientos. "Antes me muero de sed que pedirle un vaso de agua", se dice en algunos sitios. Sin embargo Jesús se adelanta y pide a una samaritana, de otra cultura enemiga: "Dame de beber". Jesús se hace el encontradizo con aquella mujer en la vida de cada día, junto al pozo, allí donde la mujer va a sacar agua para su casa. Y Jesús es el agua viva, esa que apaga la sed para siempre, comienza la conversación mendigando un sorbo de agua a la mujer. La mujer pone dificultades. Y Jesús dice: "el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna". La revelación progresiva del mismo Cristo: "yo soy", el Mesías, el que habla contigo. El que beba del agua que yo le daré... En el diálogo con la samaritana, Jesús la va llevando del agua material al agua del Espíritu. Jesús habla a la samaritana de adorar al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad (Jn, 4, 21-24).
Después del encuentro con Cristo, la samaritana se transforma, deja su cántaro y corre entusiasmada al pueblo y va diciendo a todos: “Venid a ver a un hombre”, que es el Hijo del hombre, el Mesías que esperamos. Muchos de los samaritanos fueron y creyeron en él por la palabra de la mujer, que daba testimonio. Y los samaritanos confesaron su fe: "Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo" (Jn 4,42).
Lo sucedido con la samaritana se repite en nuestra vida. San Agustín también conocía la sed , hastiado al fin de tanta aventura tras el placer, la sabiduría y la belleza dijo : “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Porque tanto la sed de la samaritana como la de Agustín eran , inconscientemente, sed de Dios. Dice Cabodevilla: “Cualquier forma de sed es sed de Dios”.
También nosotros tenemos sed, sed de felicidad, de éxitos, de verdad, de amor, de plenitud, de vida; el que no tiene sed, no busca fuentes de agua. El doctor Alexis Carrel escribió: “El ser humano tiene necesidad de Dios, como del agua y del oxígeno”. Realmente tiene más necesidad aún, al menos en un orden ontológico. San Agustín, dirigiéndose a Dios, le dice: “Quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le provocas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Uno de los símbolos más frecuentes en la historia de la salvación es el agua. El agua es una necesidad vital y permanente, tanto para los hombres como para los animales y las plantas. El agua limpia, purifica, es vida, aunque en ocasiones es desgracia, destrucción y muerte, en las tormentas y las inundaciones… Desde el diluvio hasta el bautismo, pasando por la roca del Horeb, el agua se asocia en la Biblia a la presencia del Espíritu de Dios, que purifica, da vida y recrea, como el agua, elemento tanto más estimable en tierras cálidas y secas. El pueblo de Dios esperaba que en los tiempos mesiánicos se concedería en abundancia el don del Espíritu. En el Nuevo Testamento es el evangelio de san Juan el que insiste más en esta relación entre el agua y el Espíritu Santo.
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