LAS
BIENAVENTURANZAS
(Mt
5,3-12)
Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados
los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados
los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los
cielos.
Bienaventurados
seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa.
Alegraos
y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
Las
bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús
recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las
perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de
los cielos:
Las
bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad;
expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su
Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida
cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya
incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los
santos.
Las
bienaventuranzas que marcan el inicio del Sermón de la Montaña, el primero de
los sermones de Nuestro Señor en el Evangelio de San Mateo. Cuatro de ellas
reaparecen en una forma ligeramente diferente en el Evangelio de San Lucas (6,
22), de igual modo al comienzo de un sermón, y que discurren paralelamente a
Mateo, 5-7, si no a otra versión del mismo. Y aquí se ilustran con la oposición
de las cuatro maldiciones. El relato más completo y el lugar más destacado que
se da a las Bienaventuranzas en San Mateo están bastante de acuerdo con el
alcance y la tendencia del Primer Evangelio, en el que el carácter espiritual
del reino mesiánico – la idea suprema de las Bienaventuranzas – es
continuamente destacado, en agudo contraste con los prejuicios judíos.
La
forma en la que Nuestro Señor manifestó sus bienaventuranzas las convierte,
quizás, en el único ejemplo de sus dichos que puede ser calificado de poético
al ser inequívocamente claro el paralelismo de pensamiento y expresión, que es
la característica más notable de la poesía bíblica.
Primera
bienaventuranza.-
La
palabra pobre parece representar un encorvado, afligido, miserable, pobre;
mientras que manso es más bien sinónimo de la misma raíz, que se inclina,
humilde, manso, gentil. Algunos agregan también a la primera palabra un sentido
de humildad; otros piensan en los “mendigos ante Dios” que reconocen humildemente
su necesidad de ayuda divina.
Los
bienaventurados son pobres “de espíritu”, que por su propia voluntad están
dispuestos a soportar por amor de Dios esta dolorosa y humilde condición,
incluso aunque realmente sean ricos y felices; mientras que, por otro lado, los
realmente pobres pueden no alcanzar esta pobreza “de espíritu”.
Segunda
bienaventuranza.-
Puesto
que la pobreza es un estado de humilde sujección, el “pobre de espíritu”, está
próximo al “manso”, sujeto de la segunda bienaventuranza. Los que humilde y
mansamente se inclinan ante Dios y el hombre, “heredarán la tierra” y poseerán
su herencia en paz. Esta es una frase tomada del Salmo 36 donde se refiere a la
Tierra Prometida de Israel, pero aquí en las palabras de Cristo, es por
supuesto sólo un símbolo del Reino de los Cielos, el reino espiritual del
Mesías.
Tercera
bienaventuranza.-
Los
“que lloran” en la tercera bienaventuranza se oponen en Lucas (6, 25) a la risa
y a la alegría mundana de similar carácter frívolo. Los motivos del llanto no
derivan de las miserias de una vida de pobreza, abatimiento y sometimiento,
sino más bien los de las miserias que el hombre piadoso sufre en sí mismo y en
otros, y la mayor de todas el tremendo poder del mal por todo el mundo.
A
tales dolientes el Señor Jesús les trae el consuelo del reino celestial, “la
consolación de Israel” predicha por los profetas, incluso los judíos tardíos
conocían al Mesías por el nombre de Menahem, el Consolador.
Estas
tres bienaventuranzas, pobreza, abatimiento y sometimiento son un elogio de lo
que ahora se llaman virtudes pasivas: abstinencia y resistencia, y la Octava
Bienaventuranza nos lleva de nuevo a la enseñanza.
Cuarta
Bienaventuranza.-
Lo
primero de todo, “hambre y sed” de justicia: un deseo fuerte y continuo de
progreso en perfección moral y religiosa, cuya recompensa será el verdadero
cumplimiento del deseo, el continuo crecimiento en santidad.
Quinta
Bienaventuranza.-
A
partir de este deseo interior se debe dar un paso más hacia la acción por las
obras de “misericordia”, corporales y espirituales. Por medio de éstas los
misericordiosos logran la misericordia divina del reino mesiánico, en esta vida
y en el juicio final.
La
maravillosa fertilidad de la Iglesia en obras e instituciones de misericordia
corporal y espiritual de toda clase muestra el sentido profético, por no decir
el poder creativo, de esta sencilla palabra del Maestro divino.
Sexta
Bienaventuranza.-
Según
la Biblia, la “limpieza de corazón” no puede encontrarse exclusivamente en la
castidad interior, ni siquiera, en una pureza general de conciencia, como
opuesta a la pureza levítica, o legal, exigida por escribas y fariseos. Cuando
menos el lugar adecuado de tal bienaventuranza no parece estar entre la
misericordia y la pacificación, ni detrás de la virtud aparentemente de más
alcance del hambre y sed de justicia.
Pero
frecuentemente en el Antiguo y Nuevo Testamento el “corazón puro” es la simple
y sincera buena intención, el “ojo sano”, y opuesto así a los inconfesables
fines de los fariseos. Este “ojo sano” o “corazón puro” es más que todo lo
precisado en las obras de misericordia y celo en beneficio del prójimo. Y se
pone de manifiesto a la razón que la bienaventuranza, prometida a esta continua
búsqueda de la gloria de Dios, consistirá en la “visión” sobrenatural del
propio Dios, la última meta y finalidad del reino celestial en su plenitud.
Séptima
Bienaventuranza.-
Los
“pacíficos” son no sólo los que viven en paz con los demás sino que además
hacen lo mejor que pueden para conservar la paz y la amistad entre los hombres
y entre Dios y el hombre, y para restaurarlas cuando han sido perturbadas.
Es
por esta obra divina, “una imitación del amor de Dios por el hombre” como la
llama San Gregorio de Nisa, por la que serán llamados hijos de Dios, “hijos de
su Padre que está en los cielos”.
Octava
Bienaventuranza.-
Cuando
después de todo esto a los piadosos discípulos de Cristo se les retribuya con
ingratitud e incluso “persecución” no será sino una nueva bienaventuranza,
“pues suyo es el reino de los cielos”.
Así,
la última bienaventuranza vuelve a la primera y a la segunda. Los piadosos,
cuyos sentimientos y deseos, cuyas obras y sufrimientos se presentan ante
nosotros, serán bienaventurados y felices por su participación en el reino
mesiánico, aquí y en el futuro.
Las
ocho condiciones requeridas constituyen la ley fundamental del reino, la
auténtica médula y tuétano de la perfección cristiana.
Por
su profundidad y amplitud de pensamiento, y su relación práctica sobre la vida
cristiana, el pasaje puede ponerse al mismo nivel que el Decálogo en el Antiguo
Testamento, y que la Oración del Señor en el Nuevo, y supera ambos por su
belleza y estructura poética.
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