sábado, 7 de octubre de 2017

En la vida de oración hay un progreso en el amor, en la pureza de corazón; y el verdadero amor se manifiesta mejor fuera de la oración que durante ella.





A menudo resulta más fácil amar que dejarnos amar: hacer algo por nuestra parte, dar, es gratificante: ¡nos creemos útiles! Dejarnos amar supone que aceptamos no ser ni hacer nada. Este es nuestro primer trabajo en la oración: no pensar ni ofrecer ni hacer algo por Dios, sino dejamos amar por El como niños pequeños. Ceder a Dios el placer de amamos. Y si nos resulta difícil, significa que no creemos ciegamente en el amor de Dios por nosotros; y eso implica también la aceptación de nuestra pobreza. Ahí llegamos a un punto absolutamente fundamental: no existe un auténtico amor a Dios que no se base en el reconocimiento de la absoluta prioridad de su amor por nosotros, que no haya comprendido que, antes de hacer lo que sea, tenemos que recibir: «En esto está el amor, nos dice san Juan, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero» (1 Jn 4, 10). 

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