Dios quiere operar en nuestra mente y
nuestro corazón, en donde recibimos lo que nos transforma, lo que edifica, lo
que nos santifica, lo que no merecemos. Por esto es que la adoración verdadera
puede llegar a doler, pero es un dolor purificador,
provocado por la mano de Dios obrando en nuestro ser; así como las brasas
encendidas que el Señor puso en los labios de Isaías. (Isaías 6). En otras
ocasiones la adoración verdadera toma la forma de una lucha en la que Dios
siempre vence y de la que nosotros salimos como hombres nuevos
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