viernes, 17 de agosto de 2018

Tu mano me sostiene, tu Espíritu me alienta y siempre en victoria Tu me llevaras, vivo para Tí, sólo en Tí está la paz


Pablo habla directamente a los cristianos como a quienes están «en el espíritu». La realidad que fundamenta este nuevo ser es «el Espíritu de Dios... en vosotros». «Espíritu de Dios» y «Espíritu de Cristo» son la misma cosa. Lo decisivo es que se experimenta el «Espíritu» como la realidad que define el presente, y desde luego en la vida de cada uno de los creyentes lo mismo que en la universalidad y comunión de los creyentes, es decir, en la comunidad. Tal vez no habría que considerar un hecho casual el que Pablo se dirija aquí en plural a los hombres que están «en Cristo», de forma distinta que a los hombres anteriores a Cristo y privados de él (capítulo 7). El Espíritu, que ha sido dado al creyente, es siempre el Espíritu comunicado a la Iglesia de Jesucristo. Pero en la comunidad de los creyentes se manifiesta también la fuerza determinante del Espíritu como una nueva vida de cada uno. «En el espíritu» experimentamos la vida que ese espíritu produce. Y esa vida afecta al hombre entero, al igual que el espíritu determina la realidad de todo el hombre. Ni es otro el contenido de la fórmula dialéctica relativa al «cuerpo» que «está muerto por causa del pecado» y del «espíritu» que «es vida por causa de la justicia» (v. 10). Una y otra cosa, «cuerpo» y «espíritu» indican la totalidad del hombre, aunque desde una perspectiva distinta. El «espíritu» es aquí el fundamento de la nueva vida que penetra por completo al hombre, hasta el punto de que éste ahora está «muerto» para el pecado.
El Espíritu otorga la vida, que significa la vida de la resurrección. La vida que el creyente vive en la hora actual es la vida de Cristo resucitado de entre los muertos, y por lo mismo es ya un anticipo en la resurrección futura de nuestros «cuerpos mortales», gracias precisamente al Espíritu que habita en nosotros. La posesión actual del Espíritu nunca debe conducir a un desconocimiento del auténtico don del Espíritu, es decir, la vida del futuro que Dios nos ha prometido y de la que nosotros no podemos disponer.

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