miércoles, 7 de enero de 2015

Educar para la interioridad tiene mucho que ver con educar para el silencio, la admiración, la libertad.



El hombre interior es aquel que supera la superficialidad y llega a lo profundo de sí mismo. San Agustín está convencido que el ser humano lo es más auténticamente cuanto más deja salir su originalidad, porque cada uno es único e irrepetible.

El centro de la pedagogía agustiniana siempre es el hombre concreto, que oculta dentro de sí enormes tesoros, el más importante, sin duda, es Dios: «Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón» (Confesiones 4,12,18). Dios constituye la intimidad más íntima
del hombre, es el hondón del hombre: «Porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío» (Confesiones 3,ó,11).

La verdad es un valor superior al mismo hombre, ella está por encima y más allá: «Te prometí demostrarte, si te acuerdas, que había algo que era mucho más sublime que nuestro espíritu y que nuestra razón. Aquí lo tienes: es la misma verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella» (Del libre albedrío 2,13,35). De hecho Agustín llega a decir que cuando se busca la verdad lo que se busca es a Dios (Cfr. Comentario al Salmo 104,3).

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