viernes, 28 de abril de 2017

“Me alegro y me regocijo en tu amor, porque tú has visto mi aflicción y conoces las angustias de mi alma” (Salmo 31,7)


“Bueno es el Señor; es refugio en el día de la angustia, y protector de los que en él confían” (Nahúm 1,7).


El pecado nubla el corazón y la mente. Los pecados pequeños e imperfecciones, cuando se ignoran, pueden causar una degeneración gradual e incluso a menudo imperceptible en la mente y la voluntad.



Por lo tanto, cuando una persona se ve atrapada en un ciclo destructivo, muchas veces no tiene en sí mismo las facultades necesarias para identificar la causa raíz, aislarla, formular una solución e implementar esa solución luego, de manera exitosa.

El pecado endurece la conciencia.



¡Ay de quien peca y sigue sin sentir grave tristeza de haber ofendido al Señor! Y esto le puede suceder a quien va repitiendo pecados. Se adormece su conciencia y se vuelve insensible y el pecado corroe el alma sin que ésta se dé cuenta.
¿Cómo estará nuestra alma hoy? ¿Agradable a los ojos de Dios? ¿O más repugnante que el más infectado leproso? Es tiempo de pedir al Señor con un buen acto de contrición que vaya curando tanta inmundicia.
“¡Señor, si Tú quieres, puedes curarnos!”

El pecado es una ingratitud hacia nuestro Creador. El pecado debilita el espíritu y lo inclina hacia el mal.



Es como una escalera para descender a nuevos pecados. Debilita la resistencia hacia el mal, y éste va tomando, poco a poco, las fortalezas de nuestra personalidad. Un gran filósofo decía:
"A ninguna cosa le debe tener tanto miedo una persona como a adquirir una mala costumbre”.
Y lo grave del pecado es que va “acostumbrando” al espíritu a obrar el mal. Cada pecado produce más facilidad para cometer el siguiente.

Sé para mí una roca protectora, tú que decidiste venir siempre en mi ayuda, porque tú eres mi Roca y mi fortaleza. Sal 71,